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Manifiesto de Sangre

 

Hay historias en las que un beso revela la verdadera naturaleza de alguien. Una rana se vuelve un príncipe, una princesa despierta gracias a los besos de aquel quien luchó en la oscuridad para alcanzar su ataúd de cristal.

Ésta no es una de esas historias.

La mujer corría por los pasadizos de piedra y frío, atreviéndose sólo de vez en cuando a mirar hacia atrás. Sabía que el monstruo le pisaba los talones, y que tarde o temprano la alcanzaría.

Toda su vida había visto a su alrededor los ojos brillantes de esos demonios, y toda su vida había estado huyendo de ellos. Sin descanso, sin paz ni en sus sueños. Dormir no hacía más que permitir que se acercasen más las pesadillas y sombras que la acosaban durante el día.

Era ahora, años después de que había dejado de ser una niña, que veía una de ellos, tan claro como la espada que desvainaba para luchar por su vida. Podía ver sus colmillos, sus garras, y esos ojos de hielo que no deseaban más que destrozarla. Eso es lo que ella veía, ahí en la oscuridad.

El monstruo al parecer ya había comido, ya que estaba cubierto de sangre. Su espalda estaba cubierta de cicatrices y heridas frescas. “Ni un paso más, bestia,” le dijo, su voz quebrándose en el aire.

Una sombra apareció por otro pasadizo, sus garras curvas como guadañas brillando en la oscuridad, prontas para atacarla. El monstruo herido se lanzó súbitamente contra la sombra, sus fauces clavándose en el cuello del recién llegado. Podía ver como la piel negra de la sombra se cubría en sangre, los huesos debajo de ella hechos añicos por los colmillos del monstruo que la había perseguido. La sombra rugió y trató de liberarse de su rival, pero le fue imposible. Sólo cuando dejó de moverse, el monstruo soltó su cuello.

El monstruo se acercó entonces con su cabeza gacha. La mujer retrocedió un paso y sintió un muro en su espalda. No había dónde escapar. Si el monstruo podía despachar con tal facilidad a una bestia como esa, entonces no había nada que hacer. Pero no moriría sin una batalla.

Dio una estocada hacia adelante, sus nodillos blancos sobre la empuñadora de su daga dorada. Apuñaló, no una, no dos, sino tres veces, el cuerpo del monstruo. Su mandíbula mantuvo sus colmillos guardados dentro, sus garras aún en el piso. El monstruo no emitió gruñido ni lamento alguno.

No fue un beso, sino la sangre desalojando su cuerpo, lo que le reveló la verdadera naturaleza de su atacante. Su amigo estaba ahí, el que pensó haber perdido muchas lunas atrás. No llevaba vestimenta ni armas, solo la daga dorada clava en su espalda, empapada de escarlata y aflicción.

¿Qué maldición lo había transformado en un monstruo? ¿Qué hechizo había sido puesto en sus ojos para verlo así?

“¿Por qué? ¿Por qué me perseguías? ¿Por qué no me dejaste sola?”

“Porque te dije que estaría a tu lado, hasta el final.”

 

Este breve relato se basa en mi experiencia con el dolor de las personas que han sufrido un trauma, un dolor que ven con desesperación cómo no sólo los afecta a ellos, sino que muchas veces los hace desconfiar y temer de aquellos que están a su lado.

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