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El Duelo: Darle Espacio a la Muerte

Uno de los momentos más duros en la vida es perder a un familiar cercano. Muchas veces aparecen sentimientos de injusticia frente al mundo o, cuando la muerte es temprana, tendemos a no encontrarle sentido, lo que algunas veces nos llena de rabia. Cuando es producto de un accidente, puede aparecer la culpa, con remordimientos frente a lo que se podría haber hecho de otra forma, para evitar tal destino aciago.

¿Cómo lidiar con algo así? En este artículo intentaré mostrar el proceso de un duelo, en el cual, con muy pocas intervenciones, pero con mucha paciencia y respeto, la paciente logró ir retomando su vida.

María José me pidió una hora por teléfono, explicándome que tenía problemas para dormir y que le habían recomendado una psicoterapia. Al llegar a su primera sesión, explicó con una sonrisa que nunca ha dormido bien, por lo que desde hace años toma ciertas pastillas que un neurólogo le recetó para lograr conciliar el sueño. Siempre le habían hecho efecto, pero hace tres meses que prácticamente no lograba dormir, aún cuando el médico había doblado la dosis.

Cuando le pregunto por las causas que ella supone provocaron este cambio, me dice que “no ha pasado nada en especial hace tres meses” y que, por lo mismo, está sorprendida de que las pastillas hayan dejado de tener efecto.

Buscando que se despliegue su historia, empiezo a preguntarle por su familia, y se pone a llorar desconsoladamente. Me cuenta que hace seis meses murió su marido de un paro cardíaco, y que todavía no se ha recuperado del impacto. Mientras me cuenta esto, pide perdón varias veces por llorar así, diciéndome que ella sabe que “a estas alturas ya no me debería afectar tanto, después de seis meses ya no es normal, ¿no?”.

Aunque pueda parecer obvio, vale la pena recordar que no corresponde al psicólogo el decir qué es normal y qué no, explicándole a la paciente desde alguna teoría psicológica el proceso del duelo. Nuestra labor es comprender a la paciente en su singularidad, en su historia, permitiendo que aparezca su posición subjetiva.

Por lo mismo, simplemente me muestro extrañado por cómo llegó a esa idea, invitándola así a seguir desplegando su relato. María José me cuenta que lo dicen sus hermanas, dos de las cuales son psicólogas. Puede verse claramente que fue una buena idea el dejar abierta la pregunta acerca de si es normal o no seguir siendo afectado por un duelo. A fin de cuentas, y sin siquiera proponérmelo, ya me había desmarcado de sus hermanas psicólogas que le indicaban que no lo era.

Cuando María José me empieza a hablar sobre sus hermanas y sus vidas, la interrumpo cortésmente y le pido que primero me cuente sobre lo que le sucedió a su esposo. De esta forma, sin decirlo explícitamente le doy a entender que, más allá de que sea normal o no, es algo de lo que sería bueno hablar.

Javier era su marido desde hace casi treinta años. María José me cuenta que el gran placer de Javier era la comida que ella preparaba. “Siempre me han dicho que tengo mano de monja”, me explica, y comienza a enumerar los postres que le hacía prácticamente todos los días. Un día sábado, después de comer a solas con su marido, éste sintió un fuerte dolor en el pecho y a pesar de que decidieron llamar de inmediato a una ambulancia, en la clínica no hubo ya nada que hacer y Javier murió de un paro cardíaco.

Eran tantos los trámites que tenía que hacer, entre bancos, médicos y la funeraria, que el primer mes casi no pudo sentarse a llorar tranquila. Sus tres hijas, todas adultas e independientes, le pidieron que se encargase de todo porque ellas “estaban demasiado tristes para funcionar”.

Los dos meses siguientes sí pudo llorar. Cada noche al menos una de sus hijas la acompañaba a comer, y conversaban acerca de Javier. Pasado ese tiempo, sin embargo, sus hijas empezaron a aguantar menos su sufrimiento, diciéndole que ya había pasado la hora de sufrir, e indicándole que si no conversaban de otra cosa no seguirían yendo a comer. “Ya empezaste”, le decían molestas sus hijas cuando hablaba de su marido.

Sin embargo, María José seguía demasiado triste. Sobre todo porque se sentía culpable. “El paro cardíaco fue por el colesterol… quizás si yo no lo hubiera consentido en todo, en hacerle esos postres todos los días… quizás seguiría vivo.” Me cuenta que en un control anterior el cardiólogo le había recomendado cambiar su dieta, pero “frente a los pucheros de Javier no podía negarme”.

Sin duda, la frase más impactante que me dijo en esa primera sesión, y que volvería a repetir en posteriores encuentros, era: “de alguna forma yo lo maté”.

Aquí nos encontramos con una frase que refleja muy bien su posición subjetiva frente a lo ocurrido, la clave que permite entender a un paciente y poder trabajar con éste.

Frente a esta posición, no parece nada de raro que María José siguiera sufriendo y teniendo problemas para dormir. Sin embargo, sus hermanas e hijas le repetían que un “duelo normal no dura más de seis meses”, por lo que si la veían triste se molestaban profundamente. Por lo mismo, el último tiempo había intentado que ellas no notasen que seguía sufriendo. Incluso había tenido que llorar a escondidas cuando sus hijas estaban en la casa. “Cuando lavo aprovecho de llorar, el ruido de la máquina lo esconde”.

Cuando María José me preguntó si era normal seguir llorando, le indiqué que parecía que había mucho todavía por lo que llorar. Me dijo que se entristecía “al pensar dónde estará ahora, en si podría haber hecho distinto, en si alguna vez lo volveré a ver.”

Comenzamos entonces a conversar de cada una de estas cosas. De cómo se imaginaba el lugar donde estaba su marido. De si efectivamente podría haber hecho algo distinto. De tantas cosas que hay que hablar cuando alguien muere de esa forma. Hayan pasado seis meses o no.

Si había algo de lo que era vital hablar era de su posición, reflejada como vimos en: “de alguna forma yo lo maté”. Muchas personas —y unos cuantos psicólogos— consideran como algo negativo el dar espacio para hablar de la culpa en un caso como éste. Creen que hablar de ésta sólo la hará crecer. Sin embargo, sucede justamente lo contrario.

Hablar de la culpa, tener el espacio para examinar las ideas al respecto, sin que otro intente tranquilizarla con lugares comunes, es justamente la única forma en que este sentimiento vaya desapareciendo. La clave en este caso, como en la mayoría de los procesos de duelo y procesos traumáticos, es tener paciencia y darle a la persona que sufre el espacio para hablar, las veces que sea necesario, de su dolor. No puede haber apuro, no hay plazos posibles si no se da esto.

Lo que sucede es que la muerte nos toca tan de cerca a todos, que muchas veces intentamos que el dolor pase rápido, como por encima, para no tener que contactarnos tampoco nosotros con esa muerte que también nos ha tocado o nos tocará. Al igual que con la culpa, intentamos calmar al otro negándole la posibilidad de sentir de la forma en que está sintiendo. “Pero de qué te sientes culpable, no seas tonta” le decían sus hijas, intentando calmar a su madre. Pero María José me contaba que la falta de comprensión de sus hijas sobre lo que ella estaba pasando era otra de las razones por las cuales sufría.

Nos dedicamos entonces un buen número de sesiones a hablar de Javier, de los recuerdos que ella tenía con él, de la noche del paro cardíaco, de la culpa que sentía por sus postres. Sin apuro, y dándole permiso para examinar cada idea, por loca que le pareciese. A cada rato se excusaba por seguir sufriendo, y cada vez había que mostrarle que tenía todo el permiso para ello.

Poco a poco, empezó a preguntarse por su futuro, primero preocupada y triste, pero de todas formas, mirando hacia delante. Era un cambio del discurso centrado en la muerte de su marido, a hablar del porvenir y de las cosas que soñaba hacer. Sin proponerlo explícitamente, y con sólo darle el espacio para desahogarse sin restricciones, María José hablaba menos de Javier, dormía más, y veía cómo la relación con sus hijas mejoraba.

La culpa también fue desapareciendo, algo que quedó manifiesto cuando me contó que había vuelto a hacer postres, esta vez para sus nietos. “Pero me preocuparé de hacerles cosas más saludables” me dijo una vez al terminar una sesión.

Cuando terminamos la terapia, María José estaba planificando un viaje con sus hijas, quienes estaban “felices de que la mamá piense positivo”. Ya no se sentía culpable, porque con calma pensó que, aunque Javier comía casi todos los días sus postres, también comía comida rápida todos los días en el trabajo, además de que nunca había hecho deporte, por más que ella lo invitase a hacer gimnasia. Una de las últimas cosas que me dijo sonriente fue: “qué tonta haber pensado que yo lo maté.”

No es de extrañar que sus problemas para dormir se acabasen, incluso pudiendo bajar la dosis de las pastillas recetadas por su neurólogo.

* Los nombres, profesiones y otros datos han sido modificados, para así poder mantener la confidencialidad que supone un proceso psicoterapeútico

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